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domingo, 11 de febrero de 2018

Raymond Chandler. El simple acto de matar.

Por estas calles sucias y mezquinas ha de pasar un hombre que no es en sí mismo vil ni mezquino, no está corroído, es un hombre sin tacha y sin miedo.
El detective de este tipo de relatos debe ser un hombre así.
Él es el protagonista, lo es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo, un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase ya vieja, un hombre de honor. El mejor hombre de su mundo y lo bastante bueno para cualquier otro mundo.
Su vida privada no me importa mucho; podría seducir a una duquesa y con toda seguridad no tocaría a una doncella. Cuando alguien es un hombre de honor, lo es para todo.
Es un hombre relativamente pobre, pues de lo contrario no sería detective. Es un hombre común, pues de lo contrario no viviría entre gente común. Conoce en gran medida el carácter ajeno, sino no conocería su trabajo.
No acepta con deshonestidad el dinero de nadie ni su insolencia sin la correspondiente y desapasionada venganza.
Es un hombre solitario y su orgullo no consiente que se le trate como a un hombre orgulloso o lamentarán haberle conocido. Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por la hipocresía y con desprecio por la mezquindad.
El relato es la aventura de este hombre en busca de la verdad oculta y no sería una aventura si no le sucediese al hombre adecuado para vivirla.
Es un hombre de conciencia, con sólidos principios que pertenecen al mundo en que vive, y eso sorprende.
Si hubiera bastantes hombres como él creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el que vivir y, sin embargo, nada aburrido como para que no valiera la pena habitar en él.

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