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jueves, 19 de julio de 2018

Un viejo lobo de mar en las Chafarinas.

Me encontraba yo, en noviembre de 1986, en la isla Isabel II, la más grande y habitada de las Chafarinas. 
Cuando una tarde de temporal con fuerte viento del estrecho, solicitaron permiso, por radio, para resguardarse en la isla dos pesqueros marroquíes, anteriormente ya lo había hecho uno argelino y tras ellos un pequeño y raído velero, más parecido a una cáscara de nuez, que en el medio de aquella tremenda ventolera y la mar picada parecía increíble que se mantuviese a flote. 

Me tocaba a mí guardia en el muelle así que, junto con otro compañero, tuvimos que acompañar al sargento para las inspecciones de rigor. Era habitual que los días de temporal o viento muy fuerte en el estrecho, las pequeñas embarcaciones que transitaban por la zona solicitasen, por radio, permiso para poder refugiarse en el muelle de la isla, mientras amainaba el fuerte viento, y a pesar de ser zona militar restringida, se les solía permitir hacerlo, se inspeccionaba la embarcación, se tomaba nota de la documentación y si se trataba de pesqueros, generalmente, dejaban como compensación unos cuantos kilos del pescado de las capturas, amén de otras mercancías que portaban de “extranjis”, normalmente tabaco y alcohol.
Cuando le tocó el turno al velero, me quedé sorprendido. Era una embarcación de madera, ajada y muy rudimentaria, de unos cuatro metros de eslora, con un pequeño tambucho de camarote, un mástil con una sola vela y el timón de caña manejado a mano, “Albatros” era su nombre, no llevaba ningún instrumento electrónico, era la navegación pura y dura, con brújula y sextante, nada más. Su pabellón francés y su puerto de origen Marsella, aunque en esta travesía venía de Tánger. 
El tripulante era ya un hombre mayor, bastante mayor, un francés, un auténtico viejo lobo de mar, con barba y pelo canoso; en sus brazos llevaba tatuada más de media vida, simbolizada por sirenas, neptunos, delfines, barcos, anclas, mujeres desnudas, corazones rotos con nombres de mujer, diversas leyendas… 
Mientras realizaba las tareas de amarre y los pertinentes trámites de filiación lo estuve observando, le pregunté hacia donde se dirigía, debo decir que mi conocimiento del francés es el justito para pasar el día, aún así nos entendimos. Pese a su aspecto sobrio y parco en palabras, se mostró con ánimos para charlar, llevaba más de media vida navegando por el Mediterráneo, lo había recorrido desde el estrecho hasta el Bósforo siempre con el mismo barco, lo había construido él, con sus propias manos, un día decidió que lo que deseaba era navegar y vivir en total libertad, siendo únicamente él y el viento los dueños de su destino. Prácticamente no tenía nada, solamente aquel viejo cascarón por barco, pero se le veía feliz, no era una vida fácil, pero era la que él había elegido y le gustaba. Me habló entonces de la dureza de la mar y le pregunté que pasaría cuando ya se viese sin fuerzas para poder navegar solo, y me dijo que la mar se cobra sus tributos, él llegó a un acuerdo con ella, durante todos estos años, y esperaba que unos cuantos más, la mar le había facilitado todo lo necesario para vivir y cubrir sus necesidades básicas, le facilitó el medio por el cual desplazarse y vivir la vida libre e intensamente como había querido y le propició una inmensa fuente de subsistencia, como pago él le ofreció lo único que podía ofrecerle, su vida, me dijo: el día que ya no tenga fuerzas, la mar me encontrará aquí, tranquilo y sereno, surcando sus aguas, ella misma será la que se encargará de llevarnos a mí y este viejo amigo (refiriéndose a su barco) con ella. 
Al día siguiente yo me encontraba de vigilancia en la atalaya, en la zona más alta de la isla, y poco después de despuntar el sol lo vi partir en su viejo cascarón, con un navegar parsimonioso, como quien no tiene prisa por llegar a su destino, sino justo cuando le corresponda. Comprendí que al viejo marinero no le preocupaba porque, a estas alturas de su vida, ya era la mar la dueña de su destino.

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