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domingo, 22 de julio de 2018

Pichocho. El Robinsón de las Islas Cíes.

En los años 1987 y 1988 me pasé los meses de julio y agosto trabajando en las islas Cíes, era la época en que Vapores de Pasaje ejercía un monopolio total en la travesía en barco desde la Estación Marítima de Vigo (650 pesetas el viaje, ida y vuelta), y era poco menos que una epopeya, con mucha frecuencia el barco Islas Ficas navegaba un metro por debajo de la línea de flotación, la gente iba hasta subida al palo de la bandera y, día sí y día no, se dejaba a visitantes en la isla ya que el último barco de regreso iba a tope y no enviaban otro para recogerlos, con el consabido cabreo y rebote, lógico, del personal que llegó a protagonizar importantes jaleos. 
Allí conocí a un personaje curioso, le llamaban Pichocho, era junto con sus hermanos Benedicto y Serafín, que por cierto no se llevaban entre ellos, las últimas personas que habían nacido en las islas Cíes.
Pichocho tenía unos cincuenta y tantos años, y un aspecto muy parecido a Andy Warholl, pero en “loock mariñeiro”, era un tipo afable y simpático. Vivía en las Cíes durante todo el año, era el único, en una especie de “chabolo” detrás del parador (el bar del muelle donde atracaba el barco) y hacia la playa de los Alemanes, con una dieta a base de pescado y agua, el único medio de transporte que tenía en invierno, si se quería desplazar a la península, era su chalana de remos, cosa que hacía cuando la necesidad era extrema.
Cuando llegamos allí a finales del mes de junio del 88, nos lo encontramos en el parador, era el lugar donde se topaba Pichocho la mayor parte del día, y de la noche, cuando comenzaba el verano; le invitamos a un par de cervezas y charlamos cordialmente, le comentamos que nos gustaría poder ir a la isla Sur y que sabíamos que él tenía una chalana de cuatro remos, nosotros éramos tres mocetones, así que con él completábamos la tripulación, nos dijo que sí, que sin ningún problema ya que él hacía tiempo que no iba y tenía ganas de ir, así que acordamos en que volveríamos a hablar y quedábamos para ello. 
Pero con Pichocho había un problema, y era que hastiado de vivir todo el año solo en la isla con esa dieta tan severa, cuando comenzaba a llegar la gente de veraneo, los asiduos ya lo conocían y los nuevos enseguida entablaban amistad con él, y entre unos y otros no hacían más que invitarlo a todo tipo de bebidas, fermentadas y espirituosas, como habíamos hecho nosotros, en el parador, por lo tanto Pichocho pillaba un “coloconcillo” el 1 de julio y no lo apeaba hasta el 31 de agosto. Así que cuando le propusimos un día para ir a la isla Sur, su respuesta fue que quienes éramos nosotros y que no sabía nada de eso, que tenía el resto del año para ir allí, por lo tanto nos quedamos sin poder ir. Un día cuando me dirigía hacia lo alto del Faro del Cíes, el punto más alto de la isla, observé como una chalana con un tipo a los remos, Pichocho era, su inconfundible pelo blanco lo delataba, intentaba infructuosamente cruzar el estrecho entre las dos islas, durante unos veinte minutos lo contemplé, luchaba a brazo partido contra la corriente sin apenas moverse del sitio, no sé, quizá intentaba rememorar viejos tiempos o retarse a sí mismo para comprobar sus fuerzas, pero desde luego que ese día la situación no le era nada propicia y no nos engañemos, la mar es la mar, aunque eso él lo sabía muy bien y cuando intentaba esa travesía era porque otras veces lo había logrado. Un par de noches después me lo encontré en el parador, en la sesión “disco”, estaba acompañado, como siempre, de un nutrido grupo de personas a su alrededor, donde no faltaban caras bonitas, realmente era un auténtico icono de las Cíes y ahí Pichocho sí que triunfaba, era un verdadero Robinsón de carne y hueso “made in Galicia”.
Yo lo observaba y pensaba: al igual que otras cosas se habían transformando en las Cíes, pues de los hippies de antaño ya, salvo algún nostálgico, no quedaba ninguno, el campismo libre se estaba erradicando y prohibiendo, y empezaban a tasar el número de personas que podían venir en el barco, o sea, se estaba civilizando todo el “entorno rústico” que suponía el ir a las Cíes, Pichocho también estaba sufriendo una de esas transformaciones, aunque en su caso sólo durase la temporada estival.
Pichocho se murió a finales de los noventa o principios del dos mil, no recuerdo bien, con él se fue el último nativo que de forma permanente habitaba en las Cíes, y también el último icono de una época. Para los que conocimos aquellos tiempos, sin él las Cíes ya no son lo que eran.

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